SUS PRIMEROS DIEZ AÑOS
(primera parte)
1914-1924
Yo no nací en Mixcoac pero allá viví durante toda mi niñez y
buena parte de mi juventud. Apenas tenía unos meses de edad cuando los azares
de la Revolución nos obligaron a dejar la ciudad de México; mi padre se unió en
el sur al movimiento de Zapata mientras mi madre se refugió, conmigo, en
Mixcoac, en la vieja casa de mi abuelo paterno, Ireneo Paz, patriarca de la
familia.
Mixcoac es ahora un suburbio más bien feo de la ciudad de
México, pero cuando yo era niño era un verdadero pueblo. El barrio en el que yo
vivía se llamaba san Juan y la iglesia, una de las más viejas de la zona, era
del siglo XVI. Había muchas casas del XVIII y del XIX, algunas con grandes
jardines, porque a finales del diecinueve Mixcoac era un lugar de recreo de la
burguesía capitalina. Las vicisitudes de aquellos años habían obligado a mi
abuelo a dejar la ciudad y trasladarse a la casa de campo.
Los fuegos artificiales fueron parte de mi infancia. Había
un barrio donde vivían y trabajaban los maestros artesanos de ese gran arte.
Eran famosos en todo México. Cada año armaban los "castillos" para
celebrar la fiesta de la Virgen de Guadalupe y las otras fechas religiosas y
patrióticas del pueblo. Cubrían la fachada de la iglesia con una cascada
incandescente. Era maravilloso. Mixcoac estaba vivo, con una vida que ya no
existe en las grandes ciudades.
Mi padre era mexicano --el apellido Paz aparece en el país
desde el siglo dieciséis, al otro día de la conquista-- y mi madre española.
Siendo mexicano, también me fascinó la otra vertiente de mi origen. Por mis
abuelos maternos vengo del Puerto de Santa María y de Medinasidonia. Cuando, ya
mayor, conocí Jerez y Cádiz, me pareció regresar a mi niñez. Tuve dos tías, una
gaditana y otra jerezana, que se llamaban Angustias y Salud; sus efluvios contradictorios
mantenían el equilibrio psíquico de la familia. Mi familia paterna era liberal
y, además, indigenista: antiespañola por partida doble. Mi madre detestaba las
discusiones y respondía a las diatribas con una sonrisa. Yo encontraba sublime
su silencio, más contundente que un tedioso alegato. Mi madre -hormiga
providente... pero hormiga que cantaba como una cigarra-- me decía: procura ser
modesto, ya que no humilde. La humildad es de santos, la modestia, de gente
bien nacida.
Mis abuelos paternos eran tapatíos de vieja cepa; en mi casa
se hablaba con frecuencia de Guadalajara y entre los lugares que se mencionaban
con mayor entusiasmo había uno que, literalmente, me encantaba: el Parque de
Agua Azul. Lo soñé como un manantial de agua pura en el centro de una espesura
verde de plantas y árboles paradisiacos. Agua Azul: al oír estas dos palabras
yo pensaba en una agua celeste o en un cielo acuático.
Aunque originario de una familia burguesa, mi padre fue
amigo y compañero del gran revolucionario Antonio Díaz Soto y Gama. Formaba
parte de un grupo de jóvenes más o menos influidos por su anarquismo. Sucedió
que esos jóvenes no pudieron unirse a las fuerzas norteñas y se fueron al sur,
donde conocieron a Zapata y fueron conquistados por el zapatismo. Mi padre
pensó desde entonces que el zapatismo era la verdad de México. Cuando yo era
niño visitaban mi casa muchos viejos líderes zapatistas y también muchos
campesinos a los que mi padre, como abogado, defendía en sus pleitos y demandas
de tierras. Participó en las actividades de la Convención Revolucionaria.
Posteriormente fue representante de Zapata y de la Revolución del Sur en los
Estados Unidos. Mi madre y yo lo alcanzamos en Los Ángeles. Allá nos quedamos
casi dos años.
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