Era inteligente y delirante, solícita y perversa. Obediente
a su signo, el melancólico Saturno, saltaba del entusiasmo al abatimiento. En
la vejez la soledad es un peso insoportable y quizá por esto ella buscaba mi
compañía: yo era el más chico de la casa y el único que escuchaba embelesado
sus historias. Me fascinaba y me aterraba. A ella le debo mi afición a los
cuentos fantásticos. También mi primera noticia de la poesía mexicana. Tal vez
había sido atractiva, a juzgar por un retrato suyo colgado en una salita y por
los poemas y dedicatorias de su álbum. Lo guardaba en su recámara, en un
secreter. Una de mis primas descubrió el escondite y una tarde nos deslizamos a
hurtadillas en su habitación, sacamos el álbum y lo hojeamos, asombrados y
burlones. Contenía algunos dibujos y acuarelas, un retrato suyo a lápiz y
muchos poemas y composiciones en prosa. Al principio, mi prima y yo nos reímos;
de pronto nos quedamos serios: los autores de aquellos madrigales y sonetos
estaban muertos. Nos estremecimos, devolvimos el álbum en su sitio y nos
alejamos. La sombra de la muerte nos había rozado.
La calle de Goya se llamaba la Calle de las Flores. Arboles
corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su vecina, la Calle de la
Campana, se unía al final con el río de Mixcoac. Un puentecillo de piedra,
niños harapientos y perros flacos. El río era un hilo de agua negruzca y
fétida, un arroyo seco la mitad del año. Lo redimían los eucaliptos de sus
orillas. La calle y el río desembocaban en la estación de los tranvías. En la
estación había un puesto de periódicos, algunos comercios y una cantina. Nos
prohibían la entrada a los menores y yo escuchaba, desde la puerta, las
risotadas y el ruido de las fichas de dominó al rodar por las mesas. Cerca de
la estación de los tranvías estaba la escuela primaria oficial para varones.
Una construcción digna, un poco triste, de muros espesos y grandes ventanales.
Desarbolada pero con buenas canchas de basquetbol. Yo era aficionado a ese
juego y por eso trabé amistad con muchachos de esa escuela. En aquella época,
las instituciones educativas del gobierno gozaban de gran prestigio y aquel
colegio rivalizaba con los dos privados, el francés de los hermanos de Lasalle
(El Zacatito) y el Williams, inglés. En El Zacatito estudié los primeros cuatro
años de la primaria, aprendí (y muy bien) los rudimentos de la gramática, la
aritmética, la geografía, la historia de México (menos bien) y la historia
sagrada. En la capilla me aburría durante las misas interminables. Para escapar
al suplicio de ese ocio obligado y de la dureza de las bancas, me di a urdir
fantasías y quimeras licenciosas. Así descubrí el pecado y temblé ante la idea
de la muerte.
En el Williams terminé la primaria. Se cultivaba el cuerpo,
pero como energía y combate. Se exaltaban las virtudes viriles: la tenacidad,
el valor, la lealtad y la agresividad. El colegio tenía campos de futbol y
beisbol, duchas de agua helada y una sala de debates para los alumnos mayores.
Estoicismo y democracia: el chorro de agua fría y la discusión en el ágora.
Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de pronto;
me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi, entre dos nubes, un cielo
azul abierto, indescifrable, infinito. No supe qué decir: conocí el entusiasmo
y, tal vez, la poesía.
Adelante del Colegio Williams y siguiendo siempre la vía del
tren, se llegaba a una extraña construcción morisca ¡la Alhambra en Mixcoac!
Parecía transportada por uno de los genios de los cuentos árabes. Aquella
fantasía sarracena tenía un jardín frondoso y accidentado por el que corría,
entre túneles, montañas, lagos y precipicios, un ferrocarril eléctrico que nos
maravillaba.
A lado de la mansión mudéjar, la cueva de los prodigios:
cada jueves, día de asueto, abría sus puertas el cine y durante tres horas, con
mis primas y primos, me reía con Delgadillo, y saltaba con él desde un
rascacielos, cabalgaba con Douglas Fairbanks, raptaba a la voluptuosa hija del
sultán de Bagdad y lloraba con la huérfana de la aldea.
Una mañana de asueto, durante un paseo con mis primos por
las afueras del pueblo, tropezamos con un montículo que nos pareció ser una
diminuta pirámide. Regresamos alborozados y contamos nuestro hallazgo a los
mayores. Sonrientes movieron la cabeza: creyeron que se trataba de otra
invención de María Luisa, una de mis primas que había creado toda una mitología
de seres misteriosos. Sin embargo, a los pocos días nos visitó el arqueólogo
Manuel Gamio, amigo antiguo de nuestra familia. Oyó sin inmutarse nuestro
relato y esa misma tarde lo guiamos hacia el sitio de nuestro descubrimiento.
Al ver el montículo nos explicó que probablemente era un santuario consagrado a
Mixcoatl, divinidad que dio nombre a nuestro pueblo antes de la conquista.
Frente a los llanos, allí donde terminaban las casas, vivían
Ifigenia y Elodio. Venían de las profundidades del Ajusco, la gran montaña que
domina el sur del valle de México. Los dos volcanes son blancos y azules; el
Ajusco es oscuro y rojizo: los dos tenían el color de su montaña. Indios
viejos, hablaban todavía nahua y su español salpicado de aztequismos y
diminutivos era dulce y cantante. Hacía muchos años, él había sido jardinero de
mis abuelos y ella había dejado en nuestra casa una leyenda de cuentos y
prodigios. Yo los vela como familia y ellos, que no habían tenido hijos, me
trataban como a un nieto adoptivo. Elodio tenía una pierna de palo, como los
piratas de los cuentos. Era reservado y cortés --salvo durante sus estrepitosas
borracheras-- y me enseñó a lanzar piedras con una honda. Con ella combatí en
algunas furiosas batallas infantiles. Ifigenia era lo contrario de su marido.
Arrugada, sentenciosa, vivaz, niña vieja con un saber de siglos, fuente manando
siempre maravillas, más que una abuela era una leyenda andante, un personaje de
uno de sus cuentos. Era bruja y curandera, me contaba historias, me regalaba
amuletos y escapularios, me hacía salmodiar conjuros contra los diablos, los
fantasmas, las enfermedades, las malas ideas. Me inició en los misterios del
temascal, el tradicional baño azteca, rito de comunión con el agua, el fuego, y
las criaturas incorpóreas que engendran los vapores. Decía que el temascal no
era un baño sino un renacimiento. Y era verdad: al salir del baño yo sentía que
regresaba de un largo viaje al comienzo del tiempo. Viaje inmóvil con los ojos
cerrados pero despiertos los sentidos y el espíritu.
Pero la herencia, con ser importante, no es lo decisivo. Lo
determinante es la llamada interior. Esto es muy difícil de describir. No
escogemos: algo o algo nos escoge.
Un día --tendría siete u ocho años-- me descubrí
escribiendo un poema. Un poema ingenuo y torpe. Poco después, a los nueve o
diez años, leí que le habían preguntado a Alejandro Magno, cuando era niño:
"Tú ¿qué quieres ser, el héroe Aquiles o su cantor Homero?" Alejandro
respondió: "Prefiero ser el héroe a la trompeta del héroe." Esa
respuesta me conturbó, porque para mí Homero no era menos, sino más importante
que Aquiles. Sin Homero no habría Aquiles
de alguna manera, adentrándonos un poco mas en la vida desde un principio de Octavio Paz, en este caso partiendo desde su niñez, se pueden dar cuenta como vivió de niño y de esta manera podemos saber que influencias tuvo como escritor.
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