viernes, 7 de marzo de 2014

la cuestión del amor

un enfoque interesante

Lo que sabemos del amor

Nada sabemos, pues, los hombres de las mujeres. Ni las mujeres de los hombres ni de las mujeres, ni los hombres de los hombres, ni nadie nada de nadie nunca.

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El título se me impuso. Y sólo hasta después de consignarlo fue que recordé de dónde lo había tomado: “Lo que sabemos del amor” es una canción popular, éxito de Angélica María, empleada como fondo musical en los créditos de la telenovela Muchacha italiana viene a casarse. Rebusco entre mis archivos y la encuentro: fiel a su estatuto de artefacto doblemente popular —es una canción pop y un tema de telenovela—, pretende que las certezas existen, que algo sabemos del amor —aun si su letra nunca consigna qué sabemos… por algo será—, que éste es (y perdóneseme lo pretencioso de la expresión) cognoscible.
Mientras la escucho, se apodera de mí otro recuerdo: el del primer regalo que me hiciera la que habría de convertirse en mi mujer, más de dieciséis años ha, cuando novios. Un libro, que por su diseño de portada deliberadamente vulgar y su título resultón se antojaba un volumen de autoayuda. Confieso que entonces me pareció desconcertante que una psicoanalista lacaniana —tal es la formación de mi esposa— me regalara un ejemplar de Todo lo que los hombressabemos sobre las mujeres. Por fortuna, se trataba de una broma, y una muy buena, dolorosa como todas las buenas bromas; y es que todas y cada una de las páginas de esa obra se encuentran —but of course— en blanco.
Nada sabemos, pues, los hombres de las mujeres. Ni las mujeres de los hombres ni de las mujeres, ni los hombres de los hombres, ni nadie nada de nadie nunca. Lo que sabemos del amor, pues, no podría ser sino una canción pop adscrita a una telenovela: una fantasía simplificada de lo real (me temo que empleo tal término en su acepción psicoanalítica) que busca paliar la angustia por medio de la construcción de una certeza.
¿Pero no es ésa, de hecho, la sustancia misma, si no del amor, sí del enamoramiento? Monsieur Lacan dijo bien cuando consignara que amar es dar lo que no se tiene a quien no es, formulación —como todas las suyas— de lo más enigmática. Quien busque un desarrollo más extenso —y más hermoso— de esa idea no tiene más que aventurarse a la sala de cine más cercana para ver la nueva película del director Spike Jonze, Her.
La premisa es a estas alturas conocida —en un futuro no demasiado distante, Theodore (Joaquin Phoenix) se enamora de una inteligencia artificial, a la sazón el sistema operativo de su computadora y su teléfono celular, dotado de la irresistiblemente vulnerable voz femenina de Scarlett Johannson— y confieso que, antes de ver la cinta, me llevaba a temer el lugar común: una parábola asimoviana sobre las emociones de la máquina, o un cliché dizque reflexivo sobre lo deshumanizador de la sociedad de la información, o ambas. Por fortuna, me equivoqué. Porque, como la mejor ciencia ficción —y pienso en Bradbury—, Her recurre a una proyección de futuro sólo para abordar un tema sin tiempo y sin espacio: el amor.
Samantha —tal es el nombre que se autosigna el sistema operativo de los amores de Theodore— es un constructo, y uno vivo: fue programada de una cierta manera, que conlleva la capacidad de aprender, de cambiar. En varios momentos de la cinta, eso atemoriza a su amante, lo lleva a pensar —en eco de la acusación de su ex mujer (Rooney Mara)— que acaso tenga una incapacidad para lidiar con emociones reales. Regreso a Lacan: ¿no es siempre el ser amado un constructo, alguien que no es, y por no ser, funciona como una pared en blanco en la que proyectamos lo que queremos ver? Me doy una vuelta ahora por Darwin: ¿no somos todos, a fin de cuentas, programas, y programas que contemplamos de entrada la capacidad de mutar como resultado de la incidencia del entorno? El enamoramiento, por tanto, no puede sino ser pasajero: la coincidencia de dos proyecciones realizadas por dos entidades que no pueden permanecer inmutables puesto que lo que las rodea incide sobre ellas. La tragedia va implícita en la relación de Theodore con Samantha, pero también en la que lo une con su ex esposa Catherine y en la que le ofrece un final abierto con Amy (Amy Adams), la amiga con quien su romance juvenil naciera muerto “por falta de química” (lo que intima ese final abierto es que, a partir de las mutaciones sufridas por ambos, esa química podría producirse… o no).
Her puede ser concebida como una película sobre la imposibilidad del amor. Yo prefiero verla como una sobre la fugacidad del enamoramiento y la indestructibilidad del amor. Aun si Theodore termina la cinta sin pareja, mantiene tres relaciones de amor profundo que desafían las leyes espaciotemporales. Eso, creo —y parece creer Jonze— es amor: un constructo tan absolutamente misterioso que a veces se antoja cosa de ciencia ficción.

historia chispeante y divertida

De moros, judíos y cristianos la historia de España esta llena...

Lanzada a moro muerto

Calculen ustedes las que pueden haberse dado en España en los últimos 20 o 30 siglos, por fijar un período fácil.


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Hay una antigua expresión española, lanzada a moro muerto, que me gusta porque es precisamente eso: muy española. No digo que en otros países la misma idea no se practique bajo distinta denominación; pero lo cierto es que, entre nosotros, esas cuatro palabras están vinculadas a viejas hispanas maneras. La frase tiene origen medieval, de cuando las guerras de moros y cristianos, y define con eficacia la actuación de quienes en una batalla de las de antes, con mucho tajo y escabechina, procuraban quedarse al margen del peligro, o no tenían ocasión de verse en él, y luego daban un lanzazo o espadazo al cadáver de algún enemigo para mancharse las armas y el cuerpo con la sangre del fiambre, y presumir ante los colegas de haber estado batiéndose el cobre en lo más arduo del cogollo.
La expresión es de uso general y no se limita al uso castrense. Lanzadas a moro muerto pueden darse reales o figuradas. En plan metáfora, quiero decir. Y de unas y otras, con los variopintos avatares de nuestra Historia, la hijoputez endémica nacional y las vueltas que acaba dando la rueda de la Fortuna, calculen ustedes la de lanzadas a moro muerto que pueden haberse dado en España en los últimos veinte o treinta siglos, por fijar un período fácil. La de veces que nuestros abuelos, o nosotros mismos, escurrimos el bulto como podíamos, por las causas que fueran —falta de ocasión, prudencia, cobardía, necesidad—, y en un momento determinado, dándose circunstancias oportunas, restregamos la lanza en el moro destripado por otro, o fallecido de muerte natural, para pasearnos luego presumiendo de la sangre obtenida con tan poco riesgo y mínimo costo. Para congraciarnos con quien hiciera falta. Y, por lo general, con quien suele hacer falta congraciarse es con el bando vencedor. Una vez, naturalmente, tenemos claro cuál es ese bando.
Todo esto viene al hilo de algo ocurrido hace un par de semanas: el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid ha retirado el título de decano honorífico al general Franco. Teniendo en cuenta que el fallecido dictador no era abogado sino militar, y que la mayor parte de su relación con la abogacía se limitó a firmar sentencias de muerte, la retirada del título parece lógica. Resulta natural que semejante anomalía histórica, que linda con el disparate, fuera corregida. Pero también es cierto que el asunto ofrece materia para un par de reflexiones curiosas. Una de ellas no es la retirada del título, sino que éste fuera concedido, y las circunstancias: exactamente en 1939, recién terminada la guerra civil ganada por el bando franquista. Que ya es casualidad oportuna. Imaginen ustedes el ambiente, la exaltación patriótica y tal, el chuleo de relucientes botas y correajes de los vencedores y los cientos de miles de lanzadas a moro muerto que en ese momento procuraba dar todo cristo que no estuviera muerto, en el exilio o en la cárcel.
Para hacerse idea, sugiero un bonito ejercicio de agudeza visual histórica: véanse las imágenes de la cadena humana independentista catalana de hace unos meses, y luego busquen en YouTube, o por ahí, las imágenes de la entrada de las tropas franquistas en lo que el No-Do llamó liberación de Barcelona. Por ejemplo. A ver dónde ven más gente entusiasmada: tremolando esteladas o levantando el brazo con el saludo fascista. No eran los mismos, claro. En un caso padres o abuelos, y en otro hijos o nietos, igual que, dentro de una o dos generaciones, alancearán moros difuntos los bisnietos. Y así, todos. Igual que con Fernando VII —vivan las caenas—, con los aplausos a la Inquisición cuando mandaba quemar herejes y sodomitas, con los romanos que hicieron la cama a Viriato o con lo que haga falta. Lo que, por otra parte, es natural en la condición humana. Cada cual se apaña para sobrevivir, y a nadie puede reprochársele, sobre todo si tiene hijos que comen pan, que levante el brazo o el puño, se envuelva en banderas o aplauda al ayuntamiento que hace hijo putativo, o como se diga, a un asesino etarra excarcelado. Sólo cuando se está seguro de a quién aplaudir, por supuesto. O de a quién quitarle la placa de la pared, el nombre de la calle o el título honorífico. Porque la prudencia es una virtud que practica, incluso, gente de carácter históricamente violento como nosotros, los españoles. En el caso del Colegio de Abogados madrileño, 74 años después del nombramiento de Franco y 38 de las primeras elecciones democráticas, de imprudencia hubo poca. En esta lanzada a moro muerto han tenido tiempo para asegurarse.

 

derechos de autor y piratería

un planteamiento ético interesante

Ese fulano (quizás usted) me roba

En estrangular la cultura, este Gobierno hace que Zapatero y su chusma de iletrados e iletradas parezcan la escuela de Atenas.


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El otro día, en Twitter, un bobo escribió algo que me tiene caliente: “La cultura debe ser de acceso libre y gratuita”. El fulano criticaba un artículo de Javier Marías en el que éste, con argumentos de peso y conocimiento del asunto, señalaba el grave perjuicio económico que para editores, libreros y autores supone la piratería electrónica en España: uno de los países europeos donde, con desvergonzado beneplácito gubernamental, más impunemente se piratea literatura en la red; hasta el punto de que las ventas cayeron el año pasado hasta el 70 por ciento del anterior, con el desastre que eso supone para cuantos viven de la industria del libro.
Y ya que hablamos de desvergüenza y gobiernos, palabras sinónimas, no estaría de más recordar que Ignacio de Luzán, literato aragonés, escribió en el siglo XVIII: “Sólo un Estado organizado y fuerte, liberal y protector con sus artistas, pensadores y científicos, es capaz de proveer al progreso material y moral de la Nación”. Dejando aparte el toque absolutista propio de su tiempo, la idea básica sigue siendo válida, y explica muchos males de ahora. Sin cultura no hay educación, sin ésta no hay futuro, y los gobiernos —en democracia, con la colaboración de los ciudadanos responsables— deben garantizar su desarrollo y beneficios generales.
En España ocurre todo lo contrario, y sobre todo con el gobierno de Mariano Rajoy —tan aficionado, por otra parte, al futbol y al ciclismo— que en materia de cultura hace que el ex presidente Zapatero y su chusma de iletrados e iletradas parezcan la escuela de Atenas. En vez de garantizar la cultura y proteger a sus creadores, esta pandilla de ahora desprecia todo lo relacionado con ella, y lo hace de un modo tan infame que acabas preguntándote si tiene cuentas por saldar. En un país donde un producto cultural tiene el mismo trato fiscal que una camiseta de Zara; donde a un
director de cine, a un músico o un novelista el ministerio de Hacienda los mete en el mismo grupo que a actrices porno, futbolistas o pedorras de la telebasura, el ministro de Hacienda encabeza, desde el primer día de gobierno del Pepé, una campaña de acoso e intimidación fiscal nunca antes vista a cuanto tiene que ver con la cultura. Exprimirla sin miramientos, es la idea. Pero a nadie, ni en este miserable Gobierno ni en el anterior, se le ocurre nunca proteger sus derechos. Su trabajo. Su futuro.
Lo contaba Javier Marías en el artículo que mencioné antes. Dos años de esfuerzo en una novela obtienen a cambio el 10 por ciento sobre su precio. Si la novela se vende a 20 euros, el beneficio para el autor son 2 euros por cada libro: 10.000 ejemplares vendidos supondrán 20.000 euros de salario por dos años, lo que no es demasiado, sobre todo si se tiene en cuenta que cuando alguien invierte dos años de su vida en escribir una novela, nada le garantiza que ésta vaya a venderse. Eso, sin contar viajes, materiales, inversiones previas necesarias para escribir la obra. En cuanto al libro electrónico legal, si el precio es de 8 euros el beneficio para el autor será de 0.80 euros. Eso significa que cada lector que baje por la patilla esa novela de la red le estará robando a Javier, a mí, a quien se dedique a esto, entre 0.80 y 2 euros, según el soporte. Lo que significa que cinco mil lectores piratas, a cambio de libros gratis que quizás ni lean, habrán robado al autor entre cuatro mil y diez mil euros. Sin contar el daño hecho a editores y libreros, y a quienes para ellos trabajan. Porque no hablamos solo de autores, sino de toda una compleja industria y  de los miles de personas, empleados y sus familias, que viven de ella.
Algo semejante ocurre con músicos y cineastas. Por eso se desploma el mercado de la cultura, entre quienes la consumen menos y quienes no pagan por ella. Hay esfuerzos y gastos previos imposibles si la rentabilidad es poca. Fabricar cultura es un trabajo como cualquier otro, y exige una remuneración adecuada, sobre todo si ese trabajo es tu medio de vida. Además, un escritor o un artista suelen tener fecha de caducidad, como los yogures, y tal vez esa persona aún deba vivir muchos años de lo que ganó en un momento de éxito. Creer que la cultura es algo que los autores fabrican en ratos libres, por diversión y sin esfuerzo, es una estupidez en la que incurren muchos. Así que calculen lo que pasa cuando las ventas legales caen en picado. Y si eso sucede con autores superventas, que aún se las apañan, consideren lo que espera a los autores modestos. Quién podrá permitirse, de aquí a nada, dedicar dos años a crear algo sabiendo que después no cobrará por ello. Imaginen a un abogado, un arquitecto, un fontanero, a los que no pagaran sino tres de cada 10 clientes. Si este trabajo lo quieres gratis, dirían, que lo haga tu pinche madre. 

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LA LITERATURA MAYA.

Literatura Maya










La cultura maya alcanzó gran esplendor durante los siglos IV al IX de nuestra era. Los antiguos mayas ocuparon los estados de Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas, en México y zonas de Guatemala, Belice, Honduras y El Salvador.
Fueron grandes escultores y arquitectos. Son famosas sus ciudades de Palenque, Uxmal, Chichén Itzá, Tikal y Copan. También se destacaron por sus conocimientos matemáticos y astronómicos: calcularon con exactitud los ciclos de Venus y la Luna; así mismo el calendario solar que inventaron superaba en exactitud a los conocidos en su época, incluido el europeo.
En el año 1519, Hernán Cortés y sus hombres desembarcaron en la Península de Yucatán. En aquel entonces, la cultura maya se encontraba en decadencia. Según el libro del Chilam Balam de Chumáyel, el fin de los mayas había sido profetizado.
La literatura maya que conocemos fue redactada por indígenas cultos, instruidos por los frailes evangelizadores, que aprendieron a escribir sus lenguas vernáculas utilizando el alfabeto latino. Tal vez, los textos estuvieran registrados en los códices; lo más probable es que se transmitieran oralmente, de generación en generación, hasta que en el período colonial adquirieron la forma escrita.
Entre los textos más importantes están, en maya yucateco, una colección de crónicas históricas, y profecías conocida como el libro del Chilam Balam de Chumáyel; en maya quiche, el Rabinal Achí, única obra de teatro conocida hasta ahora en esta lengua, y el Popol Vuh, "Libro del Consejo" o "Manuscrito de Chichicastenango", recopilación de las creencias, la historia y la espiritualidad de los antiguos mayas de Guatemala.
El mito es la manifestación literaria más representativa de la literatura maya. Sin embargo, se sabe que hubo una gran producción teatral a la que los mayas eran muy aficionados y que, infortunadamente, se perdió casi en su totalidad a raíz de la conquista.


EL MITO:
Para las culturas prehispánicas, los mitos fueron muy importantes. En la literatura maya pueden clasificarse en: mitos divinos y cosmogónicos, que hacen referencia a los dioses y el cosmos, como en el Popal Vuh, y mitos heroicos, que narran historias de personajes que se destacaron por sus hazañas.


EL TEATRO:

El conocimiento que actualmente poseemos de las representaciones prehispánicas se lo debemos a ciertos frailes que se empeñaron en rescatar algunas manifestaciones culturales indígenas y que documentaron la existencia de un tipo de literatura dramática. Al comprender el gusto que tenían los indígenas por el teatro, varios evangelizadores lo utilizaron para enseñarles la religión católica.
Por sus características, las representaciones mayas pueden dividirse en tres clases: simples danzas con cantos, danzas con recitaciones y dramas completos con
música, diálogo, baile y actores con máscaras y vestuario.
Uno de los textos teatrales que conocérnosles el Rabinal Achí. Fue descubierto por el abate Charles Etienne en el pueblo del Rabinal, en Guatemala, y traducido del quiche al francés en 1865. La estructura de este drama no tiene ninguna semejanza con el teatro medieval que trajeron los españoles a América. Solo cinco personajes hablan, los demás permanecen mudos y se incluyen varios grupos danzantes.
En Rabinal Achí se narra la captura, interrogatorio y sacrificio del varón de los quichés después de ser vencido por el varón de Rabinal. El drama termina con una danza ritual acompañada con música grave y melancólica.

una historia viva


Esta entrega es interesante.

Una historia de España (XV)

Fue una carrera de obstáculos de reyes, nobles y obispos para ver quién se quedaba con más parte del pastel.


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A los incautos que creen que los últimos siglos de la reconquista fueron de esfuerzo común frente al musulmán hay que decirles que verdes las han segado. Se hubiera acabado antes, de unificar objetivos; pero no fue así. Con los reinos cristianos más o menos consolidados y rentables a esas alturas, y la mayor parte de los moros de España convertidos al tocino o confinados en morerías (en juderías, los hebreos), la cosa consistió ya más bien en una carrera de obstáculos de reyes, nobles y obispos para ver quién se quedaba con más parte del pastel. Que iba siendo sabroso. Como consecuencia, las palabras guerra y civil, puestas juntas en los libros de Historia, te saltan a la cara en cada página. Todo cristo tuvo la suya: Castilla, Aragón, Navarra. Pagaron los de siempre: la carne de lanza y horca, los siervos desgraciados utilizados por unos y otros para las batallas o para pagar impuestos, mientras individuos de la puerca catadura moral, por ejemplo, del condestable Álvaro de Luna, conspiraban, manipulaban a reyes y príncipes y se hacían más ricos que el tío Gilito. El tal condestable, que era el retrato vivo del perfecto hijo de puta español con mando en plaza, acabó degollado en el cadalso —a veces uno casi lamenta que se hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño—; pero solo era uno más, entre tantos (y ahí siguen). De cualquier modo, puestos a hablar de esos malos de película que aquella época dio a punta de pala, el primer nombre que viene a la memoria es el de Pedro I,
conocido por Pedro el Cruel: uno de los más infames —y de ésos hemos tenido unos cuantos— reyes y gobernantes que en España parió madre. Este fulano metió a Castilla en una guerra civil en la que no faltaron ni brigadas internacionales, pues intervinieron tropas inglesas a su favor, nada menos que bajo el mando del legendario Príncipe Negro, mientras que soldados franchutes de la Francia, mandados por el no menos notorio Beltrán Duguesclin, apoyaban a su hermanastro y adversario Enrique de Trastámara. La cosa acabó cuando Enrique le tendió un cuatro (como dicen en México) a Pedro en Montiel, lo cosió personalmente a puñaladas, chas, chas, chas, y a otra cosa, mariposa. Unos años después, y en lo que se refiere a Portugal —del que hablamos poco, pero estaba ahí—, el hijo de ese mismo Enrique II, Juan I de Castilla, casado con una princesa portuguesa heredera del trono, estuvo a punto de dar el campanazo ibérico y unir ambos reinos; pero los portugueses, que iban a su propio rollo, y eran muy dueños de ir, eligieron a otro. Entonces, Juan I, que tenía muy mal perder, los atacó en plan gallito con un ejército invasor; aunque le salió el tiro por la culata, pues los abuelos de Pessoa y Saramago le dieron las suyas y las del pulpo en la batalla de Aljubarrota. Por esas fechas, al otro lado de la península, el reino de Aragón se convertía en un negocio cada vez más próspero y en una potencia llena de futuro: a Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca se fueron uniendo el Rosellón, Sicilia y Nápoles, con una expansión militar y comercial que abarcaba prácticamente todo el Mediterráneo occidental: los peces con las famosas barras de Aragón en la cola. Pero el virus de la guerra civil también pegaba fuerte allí, y durante diez largos años aragoneses y catalanes se estuvieron acuchillando por lo de siempre: nobles y alta burguesía —dicho de otro modo, la aristocracia política eterna—, diciéndose yo quiero de rey a éste, que me hace ganar más pasta, y tú quieres a ése. Mientras tanto, lo que quedaba del reino de Navarra (que en un tiempo incluyó lo que hoy llamamos País Vasco) también disfrutaba de su propia guerra civil con el asunto del príncipe de Viana y su hermana doña Blanca, que al fin palmaron envenenados, con detalles entrañables que dejan chiquita la serie Juego de tronos. Navarra anduvo entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre España y Francia, dinastía por aquí y dinastía por allá, hasta que en 1512 Fernando de Aragón la incorporó por las bravas, militarmente, a la corona española. A diferencia de los portugueses en Aljubarrota, los navarros perdieron la guerra y su independencia, aunque al menos salvaron los fueros —todos los estados europeos y del mundo se formaron con aplicación del mismo artículo catorce: si ganas eres independiente; si pierdes, toca joderse—. Eso ocurrió hace cinco siglos justos, y significa por tanto que los navarros (y los vascos mucho antes) son españoles desde hace sólo veinte años menos que, por ejemplo, los granadinos; también, por cierto, incorporados manu militari al reino de España, y que, como veremos en el siguiente capítulo, si es que lo escribo, lo son desde 1492.
(Continuará)