Saludando a presidentes
Si me encontrara a Peña Nieto, me sentiría obligado a saludarlo y felicitarlo por lo del Chapo. Esto me lleva a recordar que he saludado a varios presidentes.
A Emilio Portes Gil lo saludé, allá por 1971, en la boda del hijo del senador por Oaxaca Manuel Palacios. Yo presidí la boda religiosa y luego asistí a la civil; aunque por ley se establece que primero sea la civil y después la religiosa; pero nadie cumple con esto. Don Manuel Palacios, además del hijo varón, tenía tres hijas: la mayor Margarita, estudiante de letras de la UNAM, era bastante religiosa, con gran disgusto del papá, gobiernista empedernido; la segunda, Carmen, era mi compañera en la Ibero y formaba parte de un grupito , (Pepe Iturriaga, Lucero Topete, nieta de Everardo Topete, y yo) que nos reuníamos con mucha frecuencia a estudiar. Don Manuel presumía de liberal y comecuras, pero siempre me trató muy bien y me presentó con amigos en el gobierno que me ayudaron. Así que a Carmen, mi muy inteligente y brillante compañera, le agradezco haber saludado a Portes Gil.
A Lázaro Cárdenas lo vi muy de cerca en su casa, en 1946: Xavier Lamicq, nieto, ¿o bisnieto?, de Velázquez de León, del gabinete de Maximiliano, era mi compañero en el Instituto Bachilleratos, futuro Instituto Patria, en México, colegio jesuita, y su hermano Federico era compañero de Cuauhtémoc Cárdenas en el Colegio México, de los maristas. En una ocasión, por alguna razón, Xavier y yo fuimos a recoger a Federico a casa de Cuauhtémoc; al llegar a su casa nos dijo: “no hagan ruido, porque mi papá está ahí leyendo”. Pasamos muy cerca de don Lázaro, pero no nos atrevimos a interrumpirlo, y , por supuesto , no se molestó en saludar a adolescentes de trece años.
Siendo yo niño de nueve años, conocí a Ávila Camacho una lluviosa tarde de 1942 en una casa de la acera norte de la avenida Vallarta, a unas dos cuadras al poniente de Tolsa, (no Tolsá, por favor). Nos invitaron a los alumnos del colegio Unión, primaria del Instituto de Ciencias, a hacerle guardia, a un lado de los guardias presidenciales, en su visita a Guadalajara. Doña Chole Orozco de Ávila Camacho fue apapachando a cada uno de unos quince compañeros que habíamos ido a hacer guardia, soportando la llovizna. Le escribí yo a mi papá con la emoción de haber saludado al presidente, y, a la semana, mi papá se dejó venir del rancho, me invitó a tomar una nieve frente al templo de San Francisco y luego me reprendió: “un hijo mío no le da mano a ningún sinvergüenza del PRM, aunque sea el presidente de la República…”
A Miguel Alemán nunca lo vi de cerca: aunque sí saludé a su esposa, Doña Beatriz, cuando fue al seminario en una campaña para recaudar fondos.
A Ruiz Cortines lo encontré un jueves en Puente de Ixtla, a donde había ido a bañarme con compañeros del seminario. Hubo que hacer valla al llegar inesperadamente el presidente. Cuando iba a llegar frente a mí, me acordé del regaño de mi papá, y di un paso para atrás.
A López Mateos lo escuché repetidas veces durante su campaña presidencial en la Ciudad de México, porque quise hacer un trabajo escolar sobre las mentiras de los candidatos oficiales. Hacia 1961, en Chihuahua, el atrabiliario Coello Avendaño, secretario de Educación en el Estado, y que había sido el maestro de la escuelita que puso Pancho Villa en Canutillo, nos obligó a todos los colegios particulares a ir a recibir a López Mateos. Varios de mis alumnos, cuando pasó el presidente, desplegaron de pronto una gran manta: “venimos a fuerzas”. Al valiente chihuahuense lo premié en grande. En septiembre de 1962, un compañero, amigo de un militar de alto rango, me invitó a ver el desfile desde uno de los balcones del Palacio Nacional. Al terminar el desfile, fuimos todos a saludar al presidente. Me sorprendió ver a un López Mateos demacrado, canoso, cansado, muy distinto al que había estado viendo en su campaña de 1956.
A Echeverría le di la mano, con desagrado, en la remodelación del museo del Estado de Jalisco. Finalmente, hace unos dos años, en la inauguración de la nueva Biblioteca Pública del Estado, saludé a Felipe Calderón.
A Emilio Portes Gil lo saludé, allá por 1971, en la boda del hijo del senador por Oaxaca Manuel Palacios. Yo presidí la boda religiosa y luego asistí a la civil; aunque por ley se establece que primero sea la civil y después la religiosa; pero nadie cumple con esto. Don Manuel Palacios, además del hijo varón, tenía tres hijas: la mayor Margarita, estudiante de letras de la UNAM, era bastante religiosa, con gran disgusto del papá, gobiernista empedernido; la segunda, Carmen, era mi compañera en la Ibero y formaba parte de un grupito , (Pepe Iturriaga, Lucero Topete, nieta de Everardo Topete, y yo) que nos reuníamos con mucha frecuencia a estudiar. Don Manuel presumía de liberal y comecuras, pero siempre me trató muy bien y me presentó con amigos en el gobierno que me ayudaron. Así que a Carmen, mi muy inteligente y brillante compañera, le agradezco haber saludado a Portes Gil.
A Lázaro Cárdenas lo vi muy de cerca en su casa, en 1946: Xavier Lamicq, nieto, ¿o bisnieto?, de Velázquez de León, del gabinete de Maximiliano, era mi compañero en el Instituto Bachilleratos, futuro Instituto Patria, en México, colegio jesuita, y su hermano Federico era compañero de Cuauhtémoc Cárdenas en el Colegio México, de los maristas. En una ocasión, por alguna razón, Xavier y yo fuimos a recoger a Federico a casa de Cuauhtémoc; al llegar a su casa nos dijo: “no hagan ruido, porque mi papá está ahí leyendo”. Pasamos muy cerca de don Lázaro, pero no nos atrevimos a interrumpirlo, y , por supuesto , no se molestó en saludar a adolescentes de trece años.
Siendo yo niño de nueve años, conocí a Ávila Camacho una lluviosa tarde de 1942 en una casa de la acera norte de la avenida Vallarta, a unas dos cuadras al poniente de Tolsa, (no Tolsá, por favor). Nos invitaron a los alumnos del colegio Unión, primaria del Instituto de Ciencias, a hacerle guardia, a un lado de los guardias presidenciales, en su visita a Guadalajara. Doña Chole Orozco de Ávila Camacho fue apapachando a cada uno de unos quince compañeros que habíamos ido a hacer guardia, soportando la llovizna. Le escribí yo a mi papá con la emoción de haber saludado al presidente, y, a la semana, mi papá se dejó venir del rancho, me invitó a tomar una nieve frente al templo de San Francisco y luego me reprendió: “un hijo mío no le da mano a ningún sinvergüenza del PRM, aunque sea el presidente de la República…”
A Miguel Alemán nunca lo vi de cerca: aunque sí saludé a su esposa, Doña Beatriz, cuando fue al seminario en una campaña para recaudar fondos.
A Ruiz Cortines lo encontré un jueves en Puente de Ixtla, a donde había ido a bañarme con compañeros del seminario. Hubo que hacer valla al llegar inesperadamente el presidente. Cuando iba a llegar frente a mí, me acordé del regaño de mi papá, y di un paso para atrás.
A López Mateos lo escuché repetidas veces durante su campaña presidencial en la Ciudad de México, porque quise hacer un trabajo escolar sobre las mentiras de los candidatos oficiales. Hacia 1961, en Chihuahua, el atrabiliario Coello Avendaño, secretario de Educación en el Estado, y que había sido el maestro de la escuelita que puso Pancho Villa en Canutillo, nos obligó a todos los colegios particulares a ir a recibir a López Mateos. Varios de mis alumnos, cuando pasó el presidente, desplegaron de pronto una gran manta: “venimos a fuerzas”. Al valiente chihuahuense lo premié en grande. En septiembre de 1962, un compañero, amigo de un militar de alto rango, me invitó a ver el desfile desde uno de los balcones del Palacio Nacional. Al terminar el desfile, fuimos todos a saludar al presidente. Me sorprendió ver a un López Mateos demacrado, canoso, cansado, muy distinto al que había estado viendo en su campaña de 1956.
A Echeverría le di la mano, con desagrado, en la remodelación del museo del Estado de Jalisco. Finalmente, hace unos dos años, en la inauguración de la nueva Biblioteca Pública del Estado, saludé a Felipe Calderón.
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