El eterno
viajero Cristina Pacheco
Para suplir
nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos
llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que
nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que
conoces de sobra porque lo hicimos juntos. Por más cuidadosos que fuéramos
siempre se nos olvidaba registrar algo.
Para evitar esos huecos se te ocurrió que lleváramos cada uno un diario a
partir de nuestra despedida en el aeropuerto o en la estación. Ese registro
siempre me ha hecho imaginar que no te has ido, por eso de una vez comienzo mis
anotaciones en este cuadernito y no en una libreta, como siempre.
Los arreglos para tu viaje fueron muy complicados. Decidir qué ibas a meter
en la maleta nos tomó horas, aunque mucho menos que ordenar en fólders los
textos que pensabas corregir una vez más. No dispuse de un minuto libre para ir
a la papelería, así que estoy usando el cuadernito que nos mandó Almudena
Grandes: El lector de Julio Verne.
Me encanta, porque tiene aspecto de útil escolar, lástima que sea tan
delgado. Mañana compraré una libreta gruesa (donde copiaré lo que escriba hoy)
y luego otra y otra, porque tu viaje esta vez será muy largo. Por favor, tú
también escribe el diario, pero no en papelitos sueltos, sin fecha, que luego
tengo que ordenar como si fueran partes de un rompecabezas.
II
Parto de lo que vivimos apenas esta mañana. Por tomarnos un último café, se
nos hizo tarde para ir a la estación. Pese a ser domingo, nos topamos con
cuatro manifestaciones y un tráfico endemoniado. Estuvo en peligro tu mayor
orgullo: jamás haber perdido un avión o un tren. Para colmo surgió otro
inconveniente: todos los estacionamientos llenos. Coincidimos en que te fueras
caminando a la estación para registrarte mientras yo me estacionaba. Tardé
mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu
bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón
alto.
Si me hubiera puesto botas quizás habría llegado a la estación antes de que
te pasaran al área destinada a los viajeros. Intenté convencer a un guardia de
que me permitiera pasar hasta allí para entregarte tu bufanda. Se negó. Le
supliqué y hasta lo hice partícipe de tu vida (cosa que detestas), explicándole
que te ibas a una ciudad que estaba a 40 bajo cero. Se estremeció como si fuera
él quien iba a padecer un clima tan adverso.
Me da vergüenza confesártelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía
con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me
resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de
recomendaciones y promesas: Júrame que no te quedas triste. Procura dormir en
el camino. Cierra muy bien la puerta. Te llamo en cuanto llegue.
Debo haber tenido una cara terrible, porque el guardia al fin me permitió
pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la
cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no
alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: Te llamo en
cuanto llegue.
Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello y corrí pegada a las
vías, pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas.
Te imaginé quitándote el abrigo y metiendo al maletero la mochila con el libro
que quisiste llevarte, los fólders, una colección de bolígrafos bic de punto
grueso y al fondo de todo la Mont Blanc de la edición Schiller que te regalé
para tu cumpleaños.
Te fascinó desde que la viste anunciada en una revista y decidí comprártela
en secreto. De otro modo me lo habrías prohibido, bajo el argumento de que: es
demasiado cara. No gastes en mí. Por hacerte un obsequio recibí otro
maravilloso: tu expresión de felicidad cuando probaste la pluma en una
servilleta de papel.
Mejor no recordar tanto. Vuelvo a lo de esta mañana. Cuando el tren
desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma
tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter
que siempre huele a esa loción barata que prefieres.
III
Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el
coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías
ido y llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé
los cuartos vacíos, silenciosos y sentí apremio de llenarlos con el rumor de
mis pasos. A pesar de mi urgencia me detuve en una librería. Recorrí todos los
pasillos, miré cada anaquel, me asomé a las mesas de novedades.
Mi comportamiento despertó las sospechas de los empleados y de una
mujer-policía multicolor: cabello granate, párpados azules, mejillas cobrizas,
labios fucsia y uñas verdes. Adiviné sus dudas para elegir esa paleta y el
tiempo que le habría tomado maquillarse. Acabé por admirarla y le sonreí, pero ella
siguió observándome desconfiada, lista para actuar en caso necesario.
La situación habría sido menos incómoda si le hubiera dicho a la
mujer-policía que si iba de un lado a otro se debía a que estaba haciendo
comparaciones entre los libros para llevarme el más grueso, el que me aloje y
me acompañe durante el primer techo de tu ausencia. Después de consultar
índices y hacer sumas me decidí por Los Thibault. Sus seis tomos alcanzan mil
830 páginas con letra pequeña. Tomando en cuenta que mi trabajo me deja poco
tiempo libre, calculo que leer esta novela me tomará muchos meses, aunque menos
de los que tardarás en regresar.
Si estuvieras aquí y te mostrara mi primera compra desde que te fuiste
dirías: Este libro lo tenemos. ¿Para qué trajiste otro? Pues para no ver tus
anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro
que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales, encontrarme con esas
huellas me lastimaría.
IV
En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí
a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré
la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la cachucha
con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias
palabras.
Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café.
Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una
sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos. Con la taza en la mano
salí al patio y puse a funcionar la fuente para que subiera el rumor del agua
que te recuerda el mar.
Ya casi llené el cuadernito de Almudena. Le pondré la fecha de hoy: 26 de
enero. Mañana escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que
llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no
será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus
encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra.
Esto me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas
sueltas las noches anteriores a tu viaje.
Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu
ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no
regreses tú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario