viernes, 25 de octubre de 2013

CAFE CON LOS POETAS, CARLOS MACIEL

Juan Villoro y la poesía.
Café con los poetas
Juan Villoro
28 Jun. 13

En sus conversaciones con Bioy Casares, Borges lamenta que haya una literatura del vino, el opio o la absenta, pero no una del café con leche. A pesar de sus efectos tonificantes, la mezcla carece de glamour para justificar una visión alterna del universo.

En mi adolescencia se hablaba de "intelectuales de café" con el desprecio que ameritan quienes dan la espalda a la realidad y se refugian en la vana especulación. A pesar de eso, los esquivos cafés de la Ciudad de México representaban singulares refugios para reinventar lo real a fuerza de palabras. Peregrinaba a Bucareli para ir al café La Habana, donde al decir de Roberto Bolaño se reunían los "poetas de hierro". En el Superleche frecuentaba al poeta más hosco de México, Francisco Cervantes. "Hay que hablarle de Pessoa porque todos los demás temas lo irritan", aconsejaba Tito Monterroso.

No era necesario verlo de noche para saber por qué le decían El Vampiro. Como suele ocurrir con gente de coraza furibunda, era un sentimental clandestino. Pocos autores han tenido su puntería para los títulos: Los varones señalados, Heridas que se alternan, Los huesos peregrinos. Entre copas, contaba la biografía de Pessoa escrita por Joao Gaspar Simoes, que tradujo en forma impar. De las muchas lecciones del poeta lusitano, prefería la de vivir de prestado en una lechería. En una noche impar, Cervantes se retrató de esta manera: "¿Amor? Digamos que entendiste y aun digamos/ Que tal cariño te fue dado [...] La ira, el improperio,/ Los bajos sentimientos/ Te dieron este canto".

En el café La Habana me reunía con otro poeta de inolvidable carácter, Mario Santiago Papasquiaro. Nos conocimos en 1976 en el taller de cuento de Miguel Donoso Pareja. Mario se llamaba entonces José Alfredo Zendejas. Escribía poesía pero le gustaba discutir la narrativa. Atemperaba su feroz sentido crítico con chistes que era el primero en festejar. Había leído más que nosotros, conocía las vanguardias, militaba con Bolaño y otros rebeldes en el infrarrealismo. Su poema "19 de septiembre de 1985" recupera el impacto del temblor con la exacta fuerza de un espejo roto: "Las familias de acá enfrente ya no existen/ La metáfora se cayó de sus andamios/ De ayer a hoy otra es la sangre/ Fuera del sueño es crudo el sueño/ ... Hay polvo negro: flores de ira que masco & masco".

Muchos años después, aquel poeta de mirada encendida y pelo alborotado era un hombre disminuido, que usaba un bastón porque había sido atropellado. Pedía una cerveza a las diez de la mañana y hablábamos de la época que Bolaño volvería célebre en Los detectives salvajes, donde Mario aparece bajo el nombre de Ulises Lima.

Por ahí de 1996 coincidimos en café La Habana con Samuel Noyola, poeta de Monterrey que había vivido en mi casa. La inmersión de Mario en los abismos del DF se intensificó en Samuel. El autor de Tequila con calavera llegó a dormir en la calle, primero en La Condesa, luego en Coyoacán; pasó por la cárcel y desapareció sin rumbo, como lo hizo en su adolescencia, cuando fue a la guerra en Nicaragua. ¿Qué lumbre persigue ahora? Lo recuerdo en el café, saludando con su tono norteño y mostrando orgulloso un par de botas nuevas. Para entonces ya habían dado las doce y Mario lo bautizó como Vaquero del Mediodía.

Español transterrado en México, Tomás Segovia solía escribir en la heladería Chiandoni. Su discípulo Fabio Morábito nació en Alejandría, en el seno de una familia milanesa, llegó a México en la adolescencia, aprendió a amar y a escribir en nuestra lengua pero conservó ciertos matices del emigrado: pronuncia la erre como un italiano del norte y, como Segovia, lee y escribe en los cafés. Durante años no tuvo teléfono; la única manera de dar con él era buscarlo junto a su capuchino.

No elige cafés "bohemios" sino reposterías donde el azúcar se extiende a la decoración. Se aclimata a su manera, sin dejar de ser extraño.

Una rara nostalgia emana de su escritura, una presencia anterior, similar a las huellas que otros inquilinos han dejado en un departamento y que poco a poco se vuelven "nuestras". Acaso sólo quien ha perdido el país de la infancia entiende que lo más valioso de una casa es algo que ya no está ahí: "Voy a mirar este terreno lentamente,/ a recorrerlo con los ojos y los pies/antes de edificar el primer muro [...] porque lo quiero recordar/ cuando la casa me lo oculte".

Las cafeterías se prestan para concebir poemas. Las novelas requieren de otro espacio. El destino -ese apostador voluble- me alejó de los cafés hasta una tarde reciente en que tuve que protegerme de la lluvia. De pronto, como el humo de otros tiempos, emergieron recuerdos protagonizados por poetas. Las horas que juzgaba perdidas en nombre de la haraganería volvieron como un curioso magisterio.

El cronista, incapaz de robarse el fuego en versos, colecciona la lumbre de los otros.


 C

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