Don Nadie, padre español de
Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y
segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en
todas partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre
de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en
Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una
agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido,
resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre. Espera siembre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con
un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica,
llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea
con su vozarrón. Ninguno no se atreve a
no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos
gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.
Sería un error pensar
que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran
como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es
inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas,
la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuesro silencio. Es el
nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no
llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno
está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro
remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de
Alguien. Y si todos somos Ninguno, no
existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se
extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro
territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias,
los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la
Historia
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