viernes, 18 de octubre de 2013

La niñez de Octavio Paz escrita por el mismo, segunda parte

Recuerdo vagamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas duras. Ese primer día tuve un pleito con mis compañeros norteamericanos. Se rieron porque no pude decir spoon a la hora del lunch. Carcajadas y algarabía: "¡Cuchara, cuchara!". Comenzaron las deformaciones verbales y el coro de las risotadas. A la salida, en el patio, me rodeó el griterío. Algunos se me acercaban y me echaban a la cara, como un escupitajo la palabra infame: ‘‘ ¡cuchara!". Todo terminó en puñetazos. No volví a la escuela durante quince días; después, poco a poco, todo se normalizó: ellos olvidaron la palabra cuchara y yo aprendí a decir spoon.

Cuando regresé a México, tuve otro pleito el primer día de clase. Esta vez con mis compañeros mexicanos y por la misma razón: era un extranjero.

Mi padre fue miembro destacado del Partido Nacional Agrarista, que le llevó a formar parte de la XXIX Legislatura de 1920 a 1922. Es autor de un texto sobre Zapata y el zapatismo que don José T. Meléndez incluyó en Historia de la Revolución mexicana, editado en 1936. Es igualmente autor de un texto de Historia del periodismo en México que redactó en 1932.
La casa de Mixcoac se derrumbaba poco a poco y la vegetación del jardín invadía los cuartos. Una enredadera penetró por la ventana y escaló las paredes de mi habitación.  
Don Ireneo, mi abuelo, es la figura masculina de mayor impacto en mi primera edad. Dirigió un diario, La Patria, y escribió novelas populares. De hecho, durante una época, vivimos de las ventas de uno de sus libros, un best-seller. Amaba a los libros y había logrado reunir una biblioteca de cierta importancia. Desde niño leí libros de autores mexicanos. En mi familia nuestros escritores no sólo eran vistos con respeto y con simpatía sino que se exaltaba, a veces de modo inmoderado, a los del siglo XIX, especialmente a los del bando liberal. La razón de esta anomalía es muy simple: mi abuelo se había alistado desde su juventud en las filas del liberalismo.
Entre los objetos que me causaban admiración en aquella biblioteca se encontraban unos atriles giratorios que sostenían una infinidad de tarjetas con los retratos de los escritores admirados por él. Predominaban los franceses aunque había de otras naciones y lenguas: Hugo, Balzac, Zola, Byron, Tolstoi y no recuerdo cuántos más. Había un nicho especial para los españoles, de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán a don Emilio Castelar, patriarca de los liberales mexicanos. Otro nicho estaba dedicado a los héroes republicanos, como Lincoln, Gambetta y Garibaldi, y a los prohombres revolucionarios: Mirabeau, Desmoulins, Danton y otros. No podían faltar, claro, ni Oliverio Cromwell ni Bonaparte. Entre todas estas notabilidades de fuera aparecían con naturalidad muchos mexicanos y algunos hispanoamericanos como Sarmiento, Bello, Zorrilla de San Martín y Jorge Isaacs. La colección de tarjetas recordaba a los retratos de familia. En cierto modo era verdad: en mi casa los veíamos como parientes lejanos y figuras tutelares. Eran nuestros penates.
En la biblioteca la literatura y la historia de España ocupaban un lugar central. Desde la orilla española vislumbré el mundo árabe y me deslumbró. No sé todavía cuál era mi héroe favorito, si el Cid o Almanzor. De modo que por los dos extremos de mi ser, el indio y el español, muy pronto tuve conciencia de otros mundos y otras almas. Mi niñez y las lecturas de mi juventud me prepararon sin que yo lo supiese para mis encuentros con Oriente. Leí muchos libros de Salgari y Jules Verne. Mis amigos y yo pasábamos de Los tres mosqueteros a los cowboys y los pieles rojas sin el menor escrúpulo y sin darnos cuenta de que saltábamos épocas y continentes. Era un lector voraz y llegué a leer libros "prohibidos" porque nadie prestaba atención a mis lecturas...  
Uno de los libros que más me atraía no estaba en la biblioteca: el álbum de Amalia Paz. Mi madre y otros familiares se referían a él con una sonrisilla, no sé si de burla o de envidia. Amalia era mi tía, una solterona muy alta y muy flaca, siempre leyendo novelas francesas del siglo pasado o perdida en soliloquios inaudibles, a ratos susurrantes y otros exaltados como río crecido. ¿Con quién hablaba, a quién increpaba, con quién reía y a quién, un minuto después, rogaba? 

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