viernes, 18 de octubre de 2013

la niñez de Octavio Paz, tercera parte y ultima


Era inteligente y delirante, solícita y perversa. Obediente a su signo, el melancólico Saturno, saltaba del entusiasmo al abatimiento. En la vejez la soledad es un peso insoportable y quizá por esto ella buscaba mi compañía: yo era el más chico de la casa y el único que escuchaba embelesado sus historias. Me fascinaba y me aterraba. A ella le debo mi afición a los cuentos fantásticos. También mi primera noticia de la poesía mexicana. Tal vez había sido atractiva, a juzgar por un retrato suyo colgado en una salita y por los poemas y dedicatorias de su álbum. Lo guardaba en su recámara, en un secreter. Una de mis primas descubrió el escondite y una tarde nos deslizamos a hurtadillas en su habitación, sacamos el álbum y lo hojeamos, asombrados y burlones. Contenía algunos dibujos y acuarelas, un retrato suyo a lápiz y muchos poemas y composiciones en prosa. Al principio, mi prima y yo nos reímos; de pronto nos quedamos serios: los autores de aquellos madrigales y sonetos estaban muertos. Nos estremecimos, devolvimos el álbum en su sitio y nos alejamos. La sombra de la muerte nos había rozado.
La calle de Goya se llamaba la Calle de las Flores. Arboles corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su vecina, la Calle de la Campana, se unía al final con el río de Mixcoac. Un puentecillo de piedra, niños harapientos y perros flacos. El río era un hilo de agua negruzca y fétida, un arroyo seco la mitad del año. Lo redimían los eucaliptos de sus orillas. La calle y el río desembocaban en la estación de los tranvías. En la estación había un puesto de periódicos, algunos comercios y una cantina. Nos prohibían la entrada a los menores y yo escuchaba, desde la puerta, las risotadas y el ruido de las fichas de dominó al rodar por las mesas. Cerca de la estación de los tranvías estaba la escuela primaria oficial para varones. Una construcción digna, un poco triste, de muros espesos y grandes ventanales. Desarbolada pero con buenas canchas de basquetbol. Yo era aficionado a ese juego y por eso trabé amistad con muchachos de esa escuela. En aquella época, las instituciones educativas del gobierno gozaban de gran prestigio y aquel colegio rivalizaba con los dos privados, el francés de los hermanos de Lasalle (El Zacatito) y el Williams, inglés. En El Zacatito estudié los primeros cuatro años de la primaria, aprendí (y muy bien) los rudimentos de la gramática, la aritmética, la geografía, la historia de México (menos bien) y la historia sagrada. En la capilla me aburría durante las misas interminables. Para escapar al suplicio de ese ocio obligado y de la dureza de las bancas, me di a urdir fantasías y quimeras licenciosas. Así descubrí el pecado y temblé ante la idea de la muerte.
En el Williams terminé la primaria. Se cultivaba el cuerpo, pero como energía y combate. Se exaltaban las virtudes viriles: la tenacidad, el valor, la lealtad y la agresividad. El colegio tenía campos de futbol y beisbol, duchas de agua helada y una sala de debates para los alumnos mayores. Estoicismo y democracia: el chorro de agua fría y la discusión en el ágora.

Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de pronto; me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi, entre dos nubes, un cielo azul abierto, indescifrable, infinito. No supe qué decir: conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía.

Adelante del Colegio Williams y siguiendo siempre la vía del tren, se llegaba a una extraña construcción morisca ¡la Alhambra en Mixcoac! Parecía transportada por uno de los genios de los cuentos árabes. Aquella fantasía sarracena tenía un jardín frondoso y accidentado por el que corría, entre túneles, montañas, lagos y precipicios, un ferrocarril eléctrico que nos maravillaba.

A lado de la mansión mudéjar, la cueva de los prodigios: cada jueves, día de asueto, abría sus puertas el cine y durante tres horas, con mis primas y primos, me reía con Delgadillo, y saltaba con él desde un rascacielos, cabalgaba con Douglas Fairbanks, raptaba a la voluptuosa hija del sultán de Bagdad y lloraba con la huérfana de la aldea.

Una mañana de asueto, durante un paseo con mis primos por las afueras del pueblo, tropezamos con un montículo que nos pareció ser una diminuta pirámide. Regresamos alborozados y contamos nuestro hallazgo a los mayores. Sonrientes movieron la cabeza: creyeron que se trataba de otra invención de María Luisa, una de mis primas que había creado toda una mitología de seres misteriosos. Sin embargo, a los pocos días nos visitó el arqueólogo Manuel Gamio, amigo antiguo de nuestra familia. Oyó sin inmutarse nuestro relato y esa misma tarde lo guiamos hacia el sitio de nuestro descubrimiento. Al ver el montículo nos explicó que probablemente era un santuario consagrado a Mixcoatl, divinidad que dio nombre a nuestro pueblo antes de la conquista.


Frente a los llanos, allí donde terminaban las casas, vivían Ifigenia y Elodio. Venían de las profundidades del Ajusco, la gran montaña que domina el sur del valle de México. Los dos volcanes son blancos y azules; el Ajusco es oscuro y rojizo: los dos tenían el color de su montaña. Indios viejos, hablaban todavía nahua y su español salpicado de aztequismos y diminutivos era dulce y cantante. Hacía muchos años, él había sido jardinero de mis abuelos y ella había dejado en nuestra casa una leyenda de cuentos y prodigios. Yo los vela como familia y ellos, que no habían tenido hijos, me trataban como a un nieto adoptivo. Elodio tenía una pierna de palo, como los piratas de los cuentos. Era reservado y cortés --salvo durante sus estrepitosas borracheras-- y me enseñó a lanzar piedras con una honda. Con ella combatí en algunas furiosas batallas infantiles. Ifigenia era lo contrario de su marido. Arrugada, sentenciosa, vivaz, niña vieja con un saber de siglos, fuente manando siempre maravillas, más que una abuela era una leyenda andante, un personaje de uno de sus cuentos. Era bruja y curandera, me contaba historias, me regalaba amuletos y escapularios, me hacía salmodiar conjuros contra los diablos, los fantasmas, las enfermedades, las malas ideas. Me inició en los misterios del temascal, el tradicional baño azteca, rito de comunión con el agua, el fuego, y las criaturas incorpóreas que engendran los vapores. Decía que el temascal no era un baño sino un renacimiento. Y era verdad: al salir del baño yo sentía que regresaba de un largo viaje al comienzo del tiempo. Viaje inmóvil con los ojos cerrados pero despiertos los sentidos y el espíritu.  
Pero la herencia, con ser importante, no es lo decisivo. Lo determinante es la llamada interior. Esto es muy difícil de describir. No escogemos: algo o algo nos escoge.
Un día --tendría siete u ocho años-- me descubrí escribiendo un poema. Un poema ingenuo y torpe. Poco después, a los nueve o diez años, leí que le habían preguntado a Alejandro Magno, cuando era niño: "Tú ¿qué quieres ser, el héroe Aquiles o su cantor Homero?" Alejandro respondió: "Prefiero ser el héroe a la trompeta del héroe." Esa respuesta me conturbó, porque para mí Homero no era menos, sino más importante que Aquiles. Sin Homero no habría Aquiles

1 comentario:

  1. de alguna manera, adentrándonos un poco mas en la vida desde un principio de Octavio Paz, en este caso partiendo desde su niñez, se pueden dar cuenta como vivió de niño y de esta manera podemos saber que influencias tuvo como escritor.

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