La muerte forma parte de la vida, y me asombra
que se pretenda ignorarlo: su presencia despiadada la experimentamos en cada
cambio al que sobrevivimos, pues hay que aprender a morir lentamente.
Hay que aprender a morir: en eso consiste la
vida. En preparar con tiempo la obra maestra de una muerte noble y suprema, una
muerte en la que el azar no tome parte, una muerte consumada felicísima, entusiasta como solo los santos supieron concebirla;
una muerte madurada desde antiguo, que borra su nombre odioso, no siendo más
que un gesto que restituya al universo anónimo las leyes familiares, rescatadas
de una vida intensamente cumplida.
Es esta idea
de la muerte, desarrollada dolorosamente en mí de experiencia en experiencia,
desde mi infancia, la que ordena soportar la pequeña muerte humildemente, a fin
de ser digno de aquella que nos quiere grandes.
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